Érase una vez una princesa risueña y muuuuuuy muuuuuy bella llamada Paloma. Lucía largos cabellos oscuros y en sus ojos, castaños, resplandecía la chispa de la emoción.
Un buen día Paloma conoció a un atractivo príncipe. Se llamaba Ramón. Tenía pinta de duro, aspecto al que se sumaba su inclinación por el periodismo deportivo, en el que pululan los malotes y crapulillas (con perdón) de todas las redacciones, pero la princesa sabía que aquello no era más que una coraza.
Intuía que aquellos ojos claros miraban de otra manera. Que esas manos recias guardaban dentro mil caricias. Que ese afán por alcanzar la meta era quizá también, de algún modo, una carrera hacia el fin de una prueba por parejas.
Pasaron meses antes de que se dijesen nada. Ella guardaba las formas tras sus revistas de moda y él se guardaba las ganas a vueltas con la tableta, en la que, lejos de consultar los resultados ligueros, buscaba un castillo donde invitar a su princesa a perderse en una bella noche de amor.
Un día, mientras esperaban el turno para tomarse un café aguado en la cantina de la tele, Paloma y Ramón se decidieron a quitarse las gafas. Se miraron el uno al otro y se dieron cuenta de que nadie, nunca, había visto su corazón con el simple gesto de traspasar las pestañas.
Y entonces, sin saber cómo, se dieron el primer beso.
Para sorpresa de Ramón, fue Paloma quien le cogió de la mano y le llevó hasta su jardín secreto (¡Ramón, Paloma es una lady moderna!). Allí, junto a un lago rodeado de encinas y rocas de granito, se olvidaron del tiempo y se quedaron dormidos.
Y entonces, cuando el sol les dio en la cara, Ramón abrió los ojos y, con un tierno beso, despertó a su princesa y le pidió que se casase con él.
Quería repetir ese beso cada día de su vida. Dormirla con una caricia. Acunarla en sus brazos cada noche. Mecer su boca entre sus labios. Soñarla. Dedicarle cada instante. Cada susurro. Cada mirada.
Paloma le dijo que sí. Que anhelaba lo mismo. Que le soñaba. Que se sentía parte de él. Que su piel ya vivía prendida al tacto de aquellos labios. Que sus palabras no eran ya suyas. Que sus manos le buscaban. Que sus pies seguían sus pasos. Que habían dejado de ser dos, porque ya eran solo uno.
Pero claro, Paloma y Ramón eran de letras. Y lo que no sabían es que cuando dos se vuelven uno, ese uno da como resultado tres… o más. Porque su amor ya tenía nombre y se llamaba Valeria.
Valeria era una princesa rubia, de frondosos rizos y sonrisa sabia. Con su lengua de trapo aprendió pronto a dibujar la palabra «amor» en cada estancia de la casa. Y, como se sabía poseedora de grandes e imparables poderes mágicos, no dudaba en empuñar su varita para convertir en felicidad cualquier cosa que tocaba con su vista.
Pero lo que Valeria no sabía es que los poderes que escondía en su varita mágica, unidos a su sonrisa, se podían convertir en una fuente de vida. Y así fue como, una Navidad, la tercera que pasaba en su palacio, imaginó cómo sería la vida jugando con un muñeco.
Valeria miraba a su mamá y pensaba que quería ser como ella. Tan bella. Tan inteligente. Tan cariñosa. Que quería tener un bebé al que cuidar. Y cogió su varita, apretó los ojos, soñó muy muy fuerte…
Y en poco tiempo sus deseos se hicieron realidad. El poder de la magia se posó sobre la familia y el hechizo de la ilusión se transformó en una nueva vida.
Paloma, Valeria y Ramón contaban los minutos para tener a su lado al príncipe que se convertiría en el cuarto coprotagonista de sus vidas.
Tachaban los días en el calendario para poder seguir dando pasos juntos hacia la plena felicidad.
Así pasó la primavera, con una explosión de vida floreciendo en el vientre de Paloma, en la ilusión de Ramón y en los sueños de Valeria.
Y quedó atrás el verano, cuyo calor (y fue mucho) no pudo compararse a la pasión que ardía en aquella espera.
Aunque llevaban el amor esculpido en sus entrañas, Ramón y Paloma decidieron tatuárselo en la piel. Y así, en sus muñecas, dibujaron a fuego dos coronas, símbolos de la princesa y el príncipe que reinaban en su hogar desde el día que se regalaron el primer beso.
Una tarde, mientras Paloma y Valeria buscaban duendes a los que preguntar cuándo llegaría el nuevo príncipe, Ramón se acercó al bebé:
–Schhhhh… Ven, Valeria. Escucha.
Y así fue como la princesa de los frondosos rizos rubios pudo hablar por primera vez con quien, para siempre, será su mejor compañero de juegos: Asier.
Extasiada, Valeria no podía dejar de saltar: ¡su muñeco de carne y hueso estaba a punto de llegar!
Y, lo que son las cosas: mamá, que además de princesa era también un poco maga, encendió su teléfono y, agitándolo, descubrió el secreto mejor guardado: la carita de aquel nuevo príncipe con el que su princesa reinaría por siempre jamás en el mundo del amor.
Y colorín, colorado… este cuento solo ha comenzado.
Fotos: © Javier Arroyo y Pepa Málaga Fotografía.